6 de agosto de 2018

¡Asalto a mano armada!


Hoy me robaron saliendo de un centro comercial. No bien llegué a casa llamé por teléfono a mi querida amiga Vanessa para contarle lo sucedido.
–¡Esos venezolanos! –me dijo de frente.
–Sí, qué cabrones –afirmé.
Pero no me habían asaltado unos venezolanos sino una peculiar pareja de infames compatriotas. Salía yo hacia la avenida principal buscando un taxi cuando una enorme señora de caderas y abdomen prominentes se puso delante de mí obstruyéndome el paso. Intenté sortearla, pero movía su enorme humanidad de un lado a otro con asombrosa agilidad impidiendo que avance. Estaba a punto de increparla cuando, por la espalda, me sujetó del cuello un señor, bastante alto, con los brazos llenos de cicatrices, susurrándome al oído toda clase de improperios.
Robarme les resultó muy fácil. Yo no iba a enfrentarme a esa pareja tremebunda que parecía sacada de un circo de terror; por tanto, accedí a todas sus demandas sin chistar, y hasta me dejé encajar un par de buenos puñetes en la cara que terminaron reventándome una ceja.
–¡Hay demasiados venezolanos, puta madre! –continuó Vanessa por teléfono–. Me llega al pincho. No es que sea mala, ¿ya? Sé que su país está jodido, pero es el colmo.
–Son como cancha, Vane –convine–. Ojalá se arreglen las cosas allá, y se muera Maduro.
–¡Encima roban con pistolas! A mí me asaltaron así.
–Exactamente eso fue lo que me pasó –mentí, a esas alturas era inútil decir la verdad–. Me rodearon entre cinco o diez hombres armados. No recuerdo bien el número de personas, ya sabes cómo es esto de los robos, Vane.
–¿Y qué hiciste? ¿Te dejaste robar así nomás como un huevón? ¿Los perseguiste al menos? ¿La gente te ayudó?
Me les enfrenté –dije envalentonado, emocionado por la historia alternativa de los hechos del robo–, pero eran como diez venecos, quizá quince o veinte. No podía con tantos, Vane... Además, sacaron sus pistolas. Todos me apuntaron al mismo tiempo no sin rastrillarlas antes, así que tuve que rendirme. Caballero nomás. Soy valiente pero no estúpido.
–¡Qué impresionante, Lorenzo!
–De Ripley, Vane.
–Lo importante es que estás bien.
–Ni tan bien, Vane –le dije, tocándome la frente–. Me reventaron una ceja.
–¿Con la cacha de la pistola?
–No exactamente, pero sí.
–Qué hijos de puta, Lorenzo.
–Deberían darles vergüenza, Vane.
–Bueno, bueno... espero que te recuperes. Tengo que colgar que Ivanna se ha despertado y tengo que darle de lactar.
La adorable hija de mi amiga Vanessa apenas acababa de cumplir un añito, y ya caminaba y balbuceaba sus primeras palabras.
–¿Todavía tienes leche en tus tetas, Vane?
–Así parece, amigo.
–No se diga más.
–¡Ah, por cierto!... ¿Y Úrsula qué dice de todo esto? ¿Está ahí contigo?
–No está en casa, se fue de viaje con sus amigas, y no quiero preocuparla con estas minucias, Vane. Tampoco es que me hayan disparado. Mejor que se divierta, y ya luego, cuando regrese, se lo cuento con lujo de detalles.
–Mañana mismo debes ir al hospital para que te revisen, Lorenzo.
–Estoy bien, no creo que haga falta. Lo peor que puede pasarme es que se hinche la herida.
–Ahora sí me despido, Lorenzo. Ivanna está que jode.
–Adiós, Vane. Qué tengas buena noche.
Colgó. De pronto descubrí la soledad. Sin Úrsula en casa, el silencio me servía de ingrata compañía. Rebusqué entre mi ropa sucia todas las monedas que podía juntar para salir a comer, pero el esfuerzo fue inútil. No conseguí reunir suficiente efectivo. Urgía ir al banco a la mañana siguiente; sin embargo, esta noche que dos malvados ladronzuelos se llevaron mi dinero, me acostaría temprano y hambriento.



20 de septiembre de 2012

Lugares paradisíacos


Uno
Yo tenía ocho años.
El cielo aún se precipitaba sobre nosotros cuando dos arcoíris —sí, señores, dos, y podían ser tres tranquilamente— rodearon al sol. Olía a lluvia, a tierra húmeda, a hierba maltratada, a estiércol, a no sé qué olor misterioso de los valles andinos. Bajamos del automóvil para unirnos a la comparsa, a esos olores inidentificables, a los sonidos guturales de las cavernas, de los árboles, de las sombras. Más allá estaba el río furioso, amenazante, acaso reclamando su supremacía sobre la serranía, sobre el Perú, sobre todo. Al rato pasaron unos pueblerinos por dónde nos encontrábamos, jalaban unas mulas de ojos relampagueantes. ¿Qué lugar es este?, les preguntó mi padre. Chocón, señor.

Dos
Invierno duro en Ohio. Para llegar al hotel desde donde nos encontrábamos teníamos que cruzar un pequeño bosque —venido a menos por las nevadas— que daba a una laguna congelada. A medida que entrábamos toda nuestra ropa parecía insuficiente para abrigarnos. Dianita quiso llorar, pero se consolaba con las increíbles fotografías que Wendy nos sacaba de cuando en cuando. Finalmente tropezamos los tres y lo único que vimos era la nieve que nos había sepultado. Apenas me recuperé de la caída, socorrí a Dianita que temblaba. ¿Has visto a Wendy?, le pregunté. Ella asintió y señaló en dirección a la laguna. Vamos, le dije, dándole mis guantes. En la orilla encontramos a Wendy con su cámara y a unos cuervos graznando por lo cielos.

Tres
—¿Cómo tai, po? 
—Bien, gracias —respondí—. No podría estar más contento.
—¿Alguna vei ha’ ido a lo’ ande’ chilenos, peruanito?
Negué con la cabeza.
—¡Súbase, po! —me dijo eufórico, aflautando la voz—. Ahora mismo vamo’ para allá.
Trepé la camioneta y me acomodé lo mejor que pude al lado de las otras tres personas que viajaban ahí. Media hora después estábamos rodeados de insectos enormes que nos atacaban incesantes, desesperados, comilones. Al comienzo pensé que eran abejorros por lo gordos, pero al verlos más de cerca descubrí su rostro horrible y amenazante.
—Salen de la tierra —dijo uno de mis acompañantes—. Ahí viven durante el invierno.

—¿Qué son?
—Mosquitos.
La camioneta se detuvo frente a un río ancho y calmo que nos separaba de unas enormes montañas de hielo cuya cúspide no alcanzábamos a divisar desde nuestra posición.
Hacía bastante calor, sin embargo.
Mis acompañantes se desvistieron en el acto y se lanzaron al río.
—¿No vai a entrar, peruanito? —me gritó uno.
—Sí, ahí voy.

Cuatro
Mi familia: Eduardo, Doris, Raquel, Marcelo y yo.

Cinco
Los brazos de Úrsula.

19 de septiembre de 2012

Aparece


Queridísima Cítara.

Hoy, mientras releía la correspondencia que hemos ido intercambiando durante los últimos años, me he sentido notablemente conmovido. Me gusta cada vez que reduces mi nombre a cuatro letras, a dos sílabas. Y lo escribes, además, tan cariñosamente que yo me deshago en el placer insólito de ser tu amigo. Yo también intento estar a la altura —no sé si te has dado cuenta— y luego te digo todas esas cosas medio cursilonas que me salen tan naturalmente, Cítara, que hasta me da pudor mencionarlas aquí. Disculpa, la sinceridad.
Sin querer, tenemos una amistad de varios años, con temporadas más fecundas que otras, desde luego. A veces, cuando pienso en todo ese tiempo, no sabes lo afortunado que me siento de haber llegado a tu oficina aquella tarde y que me recibieras besucona. ¿Te acuerdas en que derivó nuestra plática? Empezamos discutiendo mis posibilidades de publicar en la editorial que representabas y terminamos chismeando de la vida de los escritores celebérrimos de los años veinte. Yo no sabía que Whitman publicaba elogios de sus libros sin que nadie se enterara del origen de esas obsequiosas críticas.
Conociste, aquella tarde, de mi francofilia. A ti también te gustaba Francia, Cítara, y me confesaste que estabas ahorrando para irte, de una vez por todas, de este país de insensibles. Acto seguido hiciste un puchero enojón que más bien me pareció tierno, y te lo dije, y sonreíste. Te quise demasiado esa tarde, demasiado... Me hubiese abalanzado sobre tus hombros para besarte si no nos hubiera estado mirando con aires desdeñosos un señor obeso y enfurruñado al que llamabas Luisito.
Luisito me daba mala leche, Cítara. Pero tú me dijiste que era una estupenda persona. Y te creí.
¿Recuerdas la única cita que tuvimos? Yo te esperé acallado entre las sombras sagradas de una ermita —permíteme la ostentosidad—, entretanto apareciste en medio de la negrura de la noche mustia. Me sonreíste y yo sentí un calorcito que corrompió el clima. (Salió el sol, algo así, en mi corazón.) No hay espacio para la melancolía contigo. Eres una bruja maravillosa.
¿Cómo serás en las mañanas? Supongo que más enojona de lo común. Tú, que eres tan veloz y ocupada, las primeras horas del día seguramente son tus martirios. Me encantaría poder observarte toda una mañana sólo por verte renegar de vez en vez. Te pones tan linda cuando te enojas, yo siempre te voy a recordar mirándome con los ojos chispeantes y los labios endurecidos.
La paciencia, pues, no es una de tus virtudes más encomiables. Tienes otras, muchísimas. Por ejemplo: eres lo suficientemente inteligente para no entrar política aunque poseas una retórica capaz de cautivar hasta al más despistado de los peregrinos. Sin embargo, vives tentada por el congreso. Pero, los peruanos ya sabemos que las personas verdaderamente brillantes no están sentadas en curules. Para ser congresista en el Perú hay que saber jugar Vóley primero o tener una afición patológica por comer pollo, robar cable, asesinar canes, etcétera. No me malentiendas, tú serías una congresista extraordinaria, pero me temo que todos tus proyectos —brillantes, sin duda— no serían apoyados por la sarta de vándalos y envidiosos que conviven allí.
Tus virtudes y defectos no me son ajenos, los compartiste conmigo. Te conozco, no sé si demasiado o demasiado poco. Y te quiero. Yo no sé si tu me quieres, supongo que no. El cariño se gana y yo te he venido perdiendo de a pocos.
Sin embargo, yo siento todavía que somos amigos, Cítara. Amigos lejanos, si se quiere; pero amigos, al fin y al cabo, que se buscan, que se escriben, que se piensan, agazapados, enfrentados por la desilusión de no estar juntos.
A veces siento que no podría quererte de otra forma sino epistolarmente; y que tú tampoco sacrificarías tu dignidad para acercarte demasiado a un escritor como yo.
Aunque lo cierto es que te extraño a diario. Y ultimamente todavía más.
Te extraño, por supuesto, en este momento mientras te escribo.
¿Dónde estás? ¿Por qué me has dejado en la orfandad?
Ojalá las estrellas se alineen de nuevo y podamos vernos siquiera de lejos, siquiera tantito. A mí me basta con que me sonrías para ponerme a escribir.

Ósculos,
Lorenzo

2 de abril de 2012

Las horas más lindas


3.15 am

Sencillamente no puedo dormir. Lo terrible es que más tarde, estaré repleto de actividades: ir al mercado con el pequeño Will, comprar: harina, gluten, huevos, aceite. Preparar la lasaña para las visitas que serán, al parecer, ocho. ¡Ocho! Y yo sigo despierto y pensando en esas visitas. Ojalá venga Úrsula. Lo más probable, sin embargo, es que Úrsula no quiera verme, ayer no conseguí hacerla feliz con mis historias. Además ella se quedó dormida antes de los masajes, y cuando se despertó era yo quien roncaba. Luego me desperté y Úrsula ya no estaba, había huido por los desfiladeros.
Tampoco contestó a mis llamadas.
Pero Úrsula no me desvela ni me preocupa tanto en estos momentos. Escribir, eso sí me preocupa. No estoy apurado por escribir, el tiempo es una sombra de mediodía. No es prisa, es ansiedad. Sucede que no concibo una vida lejos del teclado, cuando dejo de escribir comienzo a morirme. Y llevo ya varios días agonizando en mi habitáculo, retorciéndome como un cerdo al que acaban de castrar. Hasta huelo a descompuesto y todo. Las palabras se me escapan hediondas de las manos. Escribir de forma esporádica estos últimas días le resulta peligroso a este mortal madrugador, en vez de relatos dejo testamentos de defunciones.
Qué demonios: tengo que dormir, pero también tengo que escribir. Lo cierto es que no quiero dormir poco. ¡No quiero! Mínimo ocho horas. ¡Mínimo! El que poco duerme nunca termina de despertarse.
Mañana lo acabo de decidir no voy a cocinar; hace unas horas —cuando empecé a escribir estas líneas— sí quería, pero ya no, al menos, por supuesto, que venga Úrsula también, entonces sí cocinaré y con gusto—, y hasta procuraré portarme como un hombre sociable delante de los invasores. Espero que contestes el teléfono, cariño. Te llamaré a las nueve; si vienes, iré al mercado en el acto de la mano del pequeño Will, ya sabes, para que me ayude a escoger los tomates; si no vienes, está bien, dormiré más, roncaré más. Y todos pueden irse directito a la mierda, o a sus casas, que, al fin al cabo, podría tratarse de lo mismo. O viceversa, verá usted.
Pienso ahora en los invitados: Karen, Adolfo, Ximena, David, Juan Carlos, Julia, Camila y Melissa. Para ser franco, no creo que sean mis amigos… ¡Qué tontería!, definitivamente Juan Carlos no puede ser amigo mío. Este fulano había vivido enamorado de Úrsula durante meses (quién sabe si años) y no tuvo el decoro de decírmelo, qué hubiese hecho yo por él, a lo mejor no mucho, pero algo se me hubiera ocurrido, una solución que nos haga felices a ambos, más bien a los tres. 
Que Juan Carlos haya estado intentando seducir a mi novia es, hasta cierto punto, entendible y hasta perdonable. Úrsula es preciosa, demasiado para mí (los dos estamos de acuerdo en esto); pero la seducía en secreto el miserable, disfrazado como un amigo, que es, por lo demás, repugnante. No obstante, por ese tiempo cayó en desgracia. Murió Cardoso, su pastor alemán, y se le murió así de repente, sin avisar, quizá de cansancio, de viejo o de pena, en fin… todos los perros mueren tristes. Pero el animal representaba el espíritu aventurero de Juan Carlos. Nadie duda que Cardoso era como un hermano para él, hasta no faltó quien dijera que más bien era como un padre, ya que éste estuvo ausente desde que Juan Carlos fue concebido. La soledad lo alcoholizó y el alcohol lo sacó a golpes del trabajo, y ya ni tuvo tiempo para querer a Úrsula. De todo esto me vine a enterar ayer, hecha anticipadamente las invitaciones a los comensales de mañana, entre los cuales se hallaba este indeseable. Úrsula me contó, medio sonámbula todavía, acerca de la correspondencia calenturienta que mantuvo durante meses con Juan Carlos. ¿Te llegó a gustar?, indagué. Sí, siempre me había gustado Juancito, se veía…, no sé, ¿obtuso?
(Si no escribo, me lanzaré por la ventana.)
No le respondí. Me mordí la lengua y eso fue todo. Y Úrsula ni cuenta de mi ego herido.
(Apropósito de mi ventana, no la he cerrado en todo el verano. Apropósito del verano, no me he vuelto a poner pantalones desde Enero. Ahora, por ejemplo, estoy calato. Sigo mi instinto. Todo me cuelga del cuerpo. Todo me crece.)
¿Qué sería, me digo, si nadie llegase para el almuerzo más tarde? Llevaría la comida a la casa de mi abuela pobre, la mamá de mi mamá. Después me quedaría admirando su miseria que es abundante. ¿Dónde se encuentran tus hijos, mamita? Todos vivos, papito, confirmándose en la iglesia, fuertes en el Señor.
Ya está: mañana iré a ver a mi abuela aunque llegue todo el mundo para celebrar mi cumpleaños. Confío en que Juan Carlos jamás llegue a ningún lado. También mañana, diré más tarde, volveré a escribir, y para eso tengo que evitar a las visitas… ¿alcanzaría, acaso, a escribir con tanta gente deambulando por la casa? Imposible. Me desacomodarán el escritorio, dañarán mis libros, usarán mi computadora, husmearán entre mis apuntes, harán preguntas. Solamente Úrsula podrá salvarme de este desasosiego. Dónde estás, querida. ¿Vamos a ver a la abuela?
Todos duermen, pero la noche aquieta más a los noctámbulos. Nada más apacible que la oscuridad natural. El silencio es cómodo. Qué importante resulta el silencio para mí, me ayuda mucho a pensar y a resolver los enigmas de mi existencia. Lo que sigue es una tautología: la noche es silente. Aprendí a valorarla en la pubertad cuando resolví convertirme en escritor. No debería dormir ahora, más bien debería escribir sin reparos, resucitar, resucitar a ese joven imberbe maravillado con los inmejorables relatos de Borges y Conrad, y compadecerme de los minotauros y marinos que han olvidado el coraje de sus años mozos, divagaré de nuevo por derroteros desconocidos de Andalucía, Yonville y el Congo, feliz, con el sol cayendo ante mis ojos, meditando en los cantos de sirenas carnívoras y la afectuosa compañía de Sancho.

Lima, 2012

29 de febrero de 2012

Madrugadas


Uno
En el Facebook: converso con Juan Martínez toda la madrugada. Hablamos de Literatura y de nada más. Por ratos dejamos la conversación en stand by porque ocurre uno que otro accidente automovilístico en las contradictorias avenidas del centro de Lima, se murieron cientos en un terremoto, se celebraron centenarios en la plaza de armas, entrevistó a un ex ministro de economía, se incendió una casa, los jóvenes del Movadef pintaron las paredes de un colegio en el Agustino para pedir la amnistía de todos los acusados de terrorismo, sobre todo, por supuesto, la de Guzmán, escribió una crónica con más adjetivos que sustantivos, hizo requisas en el Hueco. Esta vez Juan no dice adónde irá ni qué ha acontecido afuera, simplemente se va prometiendo regresar lo antes posible. Supongo que espera que encienda la radio y escuche su voz a través de ese aparato que ya hasta olvidé como se usaba. Solamente cuando Juan aparece como desconectado, vuelvo a abrir los archivos que tengo apilados de mis clientes y me pongo a trabajar. Ya no hay Literatura, ya no hay nada.

Dos
Me llama Juliana a la una. Sabía que estabas despierto, tú nunca duermes. No es verdad, yo duermo cuando el sol araña mis ventanas, y duermo bastante bien. Me cuenta de sus hombres, son tres: un ex, un amante y el oficial. El oficial es amigo mío, por eso le pido que ya no me hable de los otros dos, pero Juliana necesita contárselo a alguien sino se muere, dice. Se pone a llorar, se queja de ser muy desdichada en el amor, me pregunta si no me apetece que nos viéramos para conversar más tranquilamente, por ejemplo, en su habitación. ¿O prefiero que venga a la mía?

Tres
Úrsula está cosiendo. Imagino que cuando vivamos juntos me tendré que acostumbrar al sonido de su máquina. Le dejo un mensaje en el inbox del Facebook que no me responderá hasta la tarde.

Cuatro
Leo.

Cinco
Tengo dos clientes, uno se ha vuelto mi amigo, se llama Marcos, es argentino. Le escribí el año pasado una novela romántica. Por cosas de la vida, Marcos me ha quedado debiendo un dinero que me pagará de a pocos, de cien en cien, ha prometido. Admito que le he llegado a querer con el tiempo, si no me llegase a pagar lo convenido, no pretendo perderlo como amigo. El otro se apellida Ruíz, es boliviano, se vanagloria de haber salido en la televisión de su país, piensa que un libro le dará todavía más reputación. Yo intento desengañarlo, pero no se deja.

Seis
Busco comida en la cocina por las madrugadas. A veces llego tarde y me encuentro con una cucaracha chupando mi pan francés. No la molesto, se lo ha ganado, ha sido más astuta que yo. Lo que no tolero es cuando paren las cucarachas, no tienen pudor ni de desembarazarse en pleno pasadizo. Ahí sí las mato, las aplasto con mis medias no sin dejar de sentirme un genocida, malvado corazón ambientalista. Cada vez que sucede me acomodo en la oscuridad de la sala por unos minutos antes de volver a Kafka y la vez que Gregorio amaneció convertido en cucaracha y no quería ser descuartizado por los hombres. ¿Y si mañana cambio de forma?, me pregunto sin sentirme estúpido, qué pasaría si Úrsula me encuentra chupando un pan en vez de morderlo.

Siete
Extraño a mis amigos: Antíoco, David y Julián. Aunque ninguno parece interesarse más en mí. No debieron casarse, el matrimonio o, más bien, sus esposas, los alejaron de mí.

Lima, 2012 

25 de febrero de 2012

Plan H


Humanoide desmemoriado y desnudo, dudaba, razonaba que la noche estaba lejos, en el cielo. Intentó acostarse remangándose la piel que le protegía el glande. Era feo, como él, como todo, como la mañana de los gatos. Apestaba, además. Inclinó su cabeza para decidirse escribir sobre sus muslos. Pensó que no encontraría otro modo de entregarse a la Literatura que encarnándola. Lamió la punta del bolígrafo y empezó a redactar la historia de un hombre que, aunque lo intentaba con ahínco, no podía congraciarse con sus progenitores. Sangró con las últimas palabras. Quiso averiguar si la historia trataba de él o de otro ser inanimado, pero la mañana ya acosaba a las tinieblas que hasta ese momento gobernaban el cielo, y tuvo que apresurarse para descender a los abismos.


12 de septiembre de 2011

Indecencias

Uno
El hombre piensa que es escritor. Por eso pasa encerrado en su habitáculo durante la mayor parte del día machucando el teclado de su ordenador. Apenas sale para comer o ir al baño. Dos veces al mes se ve obligado arriesgarse un poquito más y toma un taxi hasta la librería. En la librería lo conocen, le saludan, saben que es escritor –o que pretende serlo– y  le recomiendan varios libros que el hombre compra ensimismado. De regreso a su casa el hombre le pide al taxista que lo deje a varias manzanas antes porque le entraron ganas de caminar.
En el camino reflexiona sobre su situación. Piensa que la vida es demasiado corta para vivir confinado a cuatro paredes. Pero cuando llega a su casa y extrae los libros que ha comprado piensa que la vida es demasiado corta para leer y escribir todo cuanto anhela.

Dos
Escribir es todo. Escribir lo sana y lo enajena. Si no escribe, no come. Si no escribe, llora, se deprime, se le antoja la muerte. Escribir le produce placer, le aumenta la libido. Escribir lo libera de su cárcel de recuerdos. Escribir es un acto redentor, como miccionar después de aguantarse horas de horas, como vomitar, como un violento estornudo, como rascarse una pústula, como ir a la iglesia en Semana Santa, como no ir al colegio. Escribir es su vicio solitario.

Tres
Inicia un relato:
Todos los días me levanto con su aliento sobre mi pecho, sus muslos acariciando mi vientre. A veces sus manos me ahorcan dulcemente, a veces sus uñas me hieren la espalda. Pero siempre estamos vestidos. El algodón nos separa, nos inhibe, nos quita esa la complicidad que otorgaría friccionar la carne con la carne. Ella duerme con mi polo azul o cuando éste está sucio con mi polo blanco. Yo no sé cual me gusta más. El azul la hace parecer más delgada, le disminuyen esos bultitos de su cintura que la incomodan; pero el blanco consigue traslucir sus pezones a través de la tela volviéndose gris en esas zonas que me han sido prohibidas. La quiero. No sé si ella me querrá. Quizá no. Quizá simplemente le apetece dormir con un amigo para no sentirse sola, para escaparse momentáneamente de la compasión que le ocasionan sus pacientes…

Cuatro
La ama.
El amor lo hace menos canalla.
La extraña. Le escribe una carta.

Lima, 2011