20 de septiembre de 2012

Lugares paradisíacos


Uno
Yo tenía ocho años.
El cielo aún se precipitaba sobre nosotros cuando dos arcoíris —sí, señores, dos, y podían ser tres tranquilamente— rodearon al sol. Olía a lluvia, a tierra húmeda, a hierba maltratada, a estiércol, a no sé qué olor misterioso de los valles andinos. Bajamos del automóvil para unirnos a la comparsa, a esos olores inidentificables, a los sonidos guturales de las cavernas, de los árboles, de las sombras. Más allá estaba el río furioso, amenazante, acaso reclamando su supremacía sobre la serranía, sobre el Perú, sobre todo. Al rato pasaron unos pueblerinos por dónde nos encontrábamos, jalaban unas mulas de ojos relampagueantes. ¿Qué lugar es este?, les preguntó mi padre. Chocón, señor.

Dos
Invierno duro en Ohio. Para llegar al hotel desde donde nos encontrábamos teníamos que cruzar un pequeño bosque —venido a menos por las nevadas— que daba a una laguna congelada. A medida que entrábamos toda nuestra ropa parecía insuficiente para abrigarnos. Dianita quiso llorar, pero se consolaba con las increíbles fotografías que Wendy nos sacaba de cuando en cuando. Finalmente tropezamos los tres y lo único que vimos era la nieve que nos había sepultado. Apenas me recuperé de la caída, socorrí a Dianita que temblaba. ¿Has visto a Wendy?, le pregunté. Ella asintió y señaló en dirección a la laguna. Vamos, le dije, dándole mis guantes. En la orilla encontramos a Wendy con su cámara y a unos cuervos graznando por lo cielos.

Tres
—¿Cómo tai, po? 
—Bien, gracias —respondí—. No podría estar más contento.
—¿Alguna vei ha’ ido a lo’ ande’ chilenos, peruanito?
Negué con la cabeza.
—¡Súbase, po! —me dijo eufórico, aflautando la voz—. Ahora mismo vamo’ para allá.
Trepé la camioneta y me acomodé lo mejor que pude al lado de las otras tres personas que viajaban ahí. Media hora después estábamos rodeados de insectos enormes que nos atacaban incesantes, desesperados, comilones. Al comienzo pensé que eran abejorros por lo gordos, pero al verlos más de cerca descubrí su rostro horrible y amenazante.
—Salen de la tierra —dijo uno de mis acompañantes—. Ahí viven durante el invierno.

—¿Qué son?
—Mosquitos.
La camioneta se detuvo frente a un río ancho y calmo que nos separaba de unas enormes montañas de hielo cuya cúspide no alcanzábamos a divisar desde nuestra posición.
Hacía bastante calor, sin embargo.
Mis acompañantes se desvistieron en el acto y se lanzaron al río.
—¿No vai a entrar, peruanito? —me gritó uno.
—Sí, ahí voy.

Cuatro
Mi familia: Eduardo, Doris, Raquel, Marcelo y yo.

Cinco
Los brazos de Úrsula.

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